Hace poco menos de un mes, estaba cruzando apurada la avenida Centenera cuando me suena el celular con un número que no conocía. Yo siempre atiendo los números desconocidos porque soy optimista y creo que puede llegar a ser una buena noticia. “¿Hola?” Respuesta de una voz que enseguida reconocí: “Soy Mario, tu papá”. Tu papá. Hace muchísimos años que mi papá es Beto, el marido de mi mamá, porque está atento a mí desde los 7 años. Beto se levantaba temprano cuando yo iba a la primaria, me preparaba el desayuno, me hacía las dos colitas y me llevaba en el auto hasta la escuela. Mi mamá se quedaba durmiendo y él, supongo que por amor a ella, resolvía toda la mañana para no despertarla.
Conocí a Beto cuando tenía 3 años y mis padres se separaron. Fue un conflicto terrible y Mario, despechado, obligó a mi mamá a darle lo que en ese momento se llamaba “tenencia”. O sea, a los 3 años me alejaron de mi mamá y me fui a vivir a Villa Crespo con Mario, su entonces novia, Anita, y sus dos hijos, más grandes que yo. Como Mario seguía enojado, no dejaba que mi mamá me viera. Fueron pocas las veces que pude irme con ella, un fin de semana. Recuerdo un día que Mario me dijo “tu mamá te quiere internar en un colegio, ahora cuando venga, no la vamos a atender”. Así fue como escuché a mi mamá llorando y gritando detrás de la puerta mientras todos nosotros hacíamos silencio dentro del departamento. También recuerdo haber sufrido mucho cuando mi mamá se fue por dos meses a trabajar al Sur y cuando un día Mario, harto del litigio con mi mamá por quién se quedaba conmigo, me preguntó: “¿Vos con quién querés vivir?” Yo tenía 6 años, ¿qué iba a decir? “Un día con cada uno”, fue lo que me salió.
Hace muchísimos años que mi papá es Beto, el marido de mi mamá, porque está atento a mí desde los 7 años. Beto se levantaba temprano, me hacía las dos colitas y me llevaba en el auto hasta la escuela.
Así recuerdo mi vida en ese sucucho de la calle Frías, yendo a la escuela y compartiendo la vida con Anita, porque Mario trabajaba todo el día. Yo no la quería. Para mí, era el demonio hecho persona. Me encerraba en el cuarto durante mucho tiempo. Tanto, que un día tuve que hacer pis en la alfombra. Se iba de la casa y me dejaba sola, llorando de terror. Un día se olvidó de ir a buscarme a la escuela y otra mamá, que vivía en el mismo edificio, se ofreció a llevarme. Mientras caminábamos hasta casa, nos encontramos con Anita, que me retó por volverme sin ella. A la noche, cuando llegaba Mario, yo sentía que estaba protegida, porque -Anita no era boluda- no me podía maltratar delante de él.
Un día -uno de los pocos que la vi entre los 3 y los 7 años- fui con mi mamá a la iglesia de la Medalla Milagrosa. Nos arrodillamos frente a la virgen y le pedimos que nos conceda el deseo de irme a vivir con ella. No recuerdo mucho más pero sí que el milagro se cumplió y de un día para otro pasé de vivir en Villa Crespo a un departamentito de dos ambientes en Parque Chacabuco. Como no tenía un cuarto para mí, yo dormía en el balcón terraza, que estaba protegido con un cerramiento. En ese lugar me sentí a salvo, lejos de la casa del terror donde pasé gran parte de mi infancia. Mi mamá y Beto eran buenos conmigo y me hacían muy feliz. Esto a Mario lo puso muy celoso y comenzó a espaciar las visitas hasta que un día no me fue a buscar más. Yo tendría 8 o 9 años y esa ausencia coincidió con el embarazo de Anita, a quien por suerte no volví a ver. Ni a ella ni a su hija -mi hermana- Romina.
Después de eso no recuerdo haber tenido mucho contacto con Mario, pero sí con Beto a quien yo me refería como “mi papá”, pero al que nunca le dije así. Apenas me mudé con mi mamá, tuve muchos problemas para dormir. Me despertaba llorando de miedo. En ese momento nadie relacionó que eso podía tener que ver con todo lo que había pasado, no estaba de moda constelar y menos que menos consolar a un niño que grita de noche. Igual recuerdo que me mandaron a una psicóloga, con la que jugaba a las cartas y hacía dibujitos. Aburrida de eso, un día me planté y dije: “No quiero ir más”. Me cambié de colegio en segundo grado. Y era tan inteligente como quilombera. Era competitiva y me peleaba con las otras que sabían tanto como yo, para ver quién era mejor. Me quedaba a almorzar en el colegio donde, si hablabas mucho, te hacían comer parado. De todas formas, todo eso era mejor que vivir con Mario y Anita. Mucho mejor.
El llamado de “tu papá” fue inesperado y trajo una noticia sorpresiva: quería comprar un departamento en Mar del Plata y ponerlo a nombre mío y de mi hermana Romina y tener él el usufructo hasta su muerte. “Una buena”, pensé. Pero como Mario es experto en arruinarlo todo, me aclaró: “Es para que no herede Carmen, mi ex mujer, de la que nunca me divorcié”. O sea, nos estaba usando también para eso. Igualmente, Romina y yo aceptamos. El día de la escritura nos íbamos a encontrar todos, que no nos habíamos visto en siglos. De hecho, a Romina yo no la conocía. Y eso me ponía muy nerviosa. Me acompañó Pablo -mi ex marido-, que estuvo muy contenedor. El encuentro con Mario fue tan frío como un hielo. Con Romina, en cambio, hubo buena onda. Firmamos, se contó la plata, nos sacamos una foto y nos fuimos, como si nada. Dicen que la sangre no es agua. Parece que Mario lleva las Cataratas del Iguazú en sus venas.
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Te aliento a seguir escribiendo Fer! Un libro tendrías que sacar. Me gusta mucho como narras los hechos que te han (lamentablemente) pasado.
Pero de todo se saca un aprendizaje.
Muchos besos y un gran abrazo!
un super abrazo fer